El cine documental latinoamericano ha experimentado un creciente interés académico desde finales del siglo pasado. Hoy en día, en un contexto marcado por la consolidación del neoliberalismo, es innegable el auge que el cine documental latinoamericano está viviendo desde inicios de siglo. Son varios los académicos que han señalado una diversidad de razones que explicarían el auge del cine documental latinoamericano en las últimas décadas, entre las que se pueden mencionar factores técnicos, económicos, políticos y generacionales; así como la aparición de nuevas tecnologías más económicas y portátiles, la misma naturaleza de la producción del documental, un mayor número de festivales dedicados exclusivamente al género, la aparición de canales alternativos de distribución, el surgimiento de nuevos movimientos sociales e indígenas, junto a factores propios de la dinámica de cada país.Footnote 1 Pero es indispensable apuntar, como bien señala John Beverley, que “no sólo cambió la naturaleza de la producción y circulación de cine documental, sino también su contenido y estilo”.Footnote 2
Un país como Bolivia, a pesar de no contar con una sólida industria cinematográfica, tiene una rica historia audiovisual, de la cual el cine documental ha sido parte constitutiva. Por lo tanto, la irrupción inédita y explosiva de nuevos nombres, temáticas y propuestas cinematográficas no puede pasar desapercibida a la crítica ni a los investigadores atentos a la búsqueda de continuidades que persisten más allá de la superficie, así como las rupturas que se plantean desde lo estético y político. En la actualidad, la producción documental boliviana destaca no solo en términos cuantitativos, sino también por su calidad estética y variedad temática, así como por la multiplicación de espacios de circulación y consumo.Footnote 3 Este gran número de producciones documentales se caracteriza por una amplia gama de temáticas y estéticas que lo convierten en un escenario más diverso y, en algunos casos, más innovador que el cine de ficción nacional. En este marco, este trabajo propone un análisis preliminar de cuatro documentales bolivianos que comparten entre sí la indagación del pasado histórico: Algo quema (Mauricio Alfredo Ovando, 2018), La bala no mata (Gabriela Paz, 2012), My Bolivia, Remembering What I Never Knew (Rick Tejada-Flores, 2017) y La conquista de las ruinas (Eduardo Gómez, 2020).
Este corpus fílmico propone una mirada al pasado histórico desde un locus que privilegia la memoria subjetiva. Desde diferentes propuestas cinematográficas estos documentales articulan nuevas formas de entablar la relación, muchas veces conflictiva, entre la memoria personal, familiar y la historia oficial. Como dice Elizabeth Jelin, el pasado no es algo cerrado y cada nueva generación involucra a nuevos sujetos que se acercan a él desde una realidad diferente planteando preguntas y dilemas que llevan a reinterpretaciones y resignificaciones ancladas en el presente.Footnote 4 Así, se plantea hablar de estos filmes desde la manera en que integran el pasado en el presente, de la redefinición de la relación entre memoria e historia que proponen y de las formas en que interpelan la relación sujeto y nación, lo que deja entrever su dimensión política.
El espacio y tiempo de la Revolución Nacional
En La bala no mata (2012), Gabriela Paz construye una contranarrativa frente a la historiografía dominante sobre la Revolución Nacional de 1952, al centrar su relato en la memoria de nueve sobrevivientes que reconstruyen su participación en los acontecimientos revolucionarios ocurridos en la ciudad de La Paz. Sesenta años después de los hechos, estos testimonios resisten la linealidad y el marco heroico del discurso oficial, al desplazar la autoridad narrativa desde las figuras públicas y los actores políticos hacia sujetos populares cuyas voces han sido históricamente marginadas.
Lo que distingue a este documental es su estrategia de desplazamiento espacial: en lugar de proponer una deconstrucción temporal del relato histórico, el filme actúa sobre el espacio. Reinscribe la memoria revolucionaria en la geografía urbana de La Paz —sus barrios, pasajes y espacios informales—, convirtiendo la ciudad en un palimpsesto de resistencia popular y negociación simbólica. Esta perspectiva se vincula con la noción de Michel de Certeau (1984) del espacio como un lugar practicado, donde las prácticas cotidianas generan formas alternativas de saber y de memoria. Al destacar la ciudad no solo como escenario, sino como agente activo de la memoria, el documental muestra cómo el sentido de la revolución se construye a partir de la experiencia espacial.
Esta dimensión espacial resulta clave para comprender el modo en que el filme desafía la memoria hegemónica. Desde la perspectiva de los lieux de mémoire propuestos por Pierre Nora (1989), los espacios recordados y habitados por los sujetos del documental funcionan como sitios de memoria en tensión con los milieux de mémoire institucionales, aquellos que buscan fijar el sentido de la revolución a través de monumentos, museos y rituales conmemorativos. Estas contramemorias espaciales son encarnadas, fragmentarias y profundamente afectivas, lo que las vuelve resistentes a las narrativas coherentes y totalizantes de la historiografía estatal.
La negativa del documental a ofrecer una cronología definida o una voz narrativa unificada personificada en un único narrador profundiza aún más su distancia con el discurso histórico tradicional. La bala no mata no busca reconstruir el pasado tal como fue, sino explorar cómo es recordado, deformado o revivido en el presente por sujetos ubicados al margen de la historia oficial.
El filme de Paz concibe la memoria como un proceso de reconstrucción a partir del diálogo y del movimiento, del andar y recorrer los espacios. No esconde su carácter participativo, en los términos propuestos por Bill Nichols para quien esta modalidad documental es el resultado del encuentro entre el realizador y los sujetos sociales, del que surge una verdad.Footnote 5 El documental de Paz busca develar otras posibles narrativas de la Revolución del 52, abrir la historia a otros actores, incluir nuevos matices y sentidos. En diálogo con la realizadora, los entrevistados van reconstruyendo los hechos que vivieron hace más de sesenta años. Lo que hace diferente a estas microhistorias es que se construyen en el espacio. De hecho, hay todo un despliegue de lugares vividos por los protagonistas como “lugares de memoria”.Footnote 6 La mayoría de las entrevistas se ponen en escena como un diálogo en movimiento, recorriendo espacios públicos como calles, plazas, pero también lugares cerrados como fábricas, casas, o incluso una mina. En el andar se buscan las huellas de una experiencia del pasado. Al andar por el espacio se revela un sentido. Las tomas panorámicas de calles y edificios entran en diálogo con imágenes o audios de archivo de la época de los enfrentamientos mientras los entrevistados reconstruyen sus experiencias, señalan y reconocen lugares y recorridos. El espacio emerge dotado de un nuevo sentido desde el que se puede problematizar las relaciones de género, raza y clase social; y a su vez permite poner en tensión la relación entre espacio, historia y memoria.
El espacio en este sentido sirve como un locus de tensión entre historia y memoria, archivo y arqueología, lo material y lo inmaterial. Historia y memoria no son solo categorías temporales, sino que tienen un lugar de encuentro, una materialización en el espacio. El archivo en tanto registro temporal y huella de la historia, se presenta también como una topografía donde tuvieron lugar los hechos más importantes de los enfrentamientos según la consigna la historia oficial. Los personajes recorren estos lugares para desenterrar otras narrativas. Así, de la topografía histórica somos llevados a otra topografía que revela sentidos y vivencias. En un trabajo que tiene que ver más con lo arqueológico, la memoria cultural busca traspasar las capas tectónicas del olvido para hacer visibles otras historias. La película convoca subjetividades e identidades cuyo trabajo mnémico narra la revolución desde el recuerdo familiar de la ama de casa, la identidad de clase del obrero y los sectores populares. Estas identidades se actualizan en el documental participativo por medio de una rememoración que es ante todo espacial: las historias surgen del reencuentro de los personajes con esos lugares.
El intento de problematizar la narrativa oficial se diluye dentro de la diégesis del filme, en la medida en que las memorias personales que se recuperan no emergen en tensión explícita con ese relato dominante. Los testimonios, anclados en los espacios locales de lucha y experiencia cotidiana, abren la posibilidad de resignificar esos espacios desde perspectivas diversas de clase, etnia o género —una apertura que podría habilitar lecturas más críticas del proceso revolucionario. No obstante, a pesar de que el documental incorpora una diversidad de voces, se estructura en torno a una certeza que permanece incuestionada: la Revolución es presentada como una verdad histórica que no admite discusión, apenas susceptible de ser matizada o complejizada.
Esta secuencia armónica y cronológica —en la que memorias y espacios aparecen inicialmente compartimentados— es finalmente subsumida, en el epílogo del filme, bajo un marco unificador que no cuestiona el sentido teleológico y celebratorio de la revolución. A través del montaje se yuxtaponen imágenes y sonidos del archivo oficial con materiales de archivo personal y testimonios orales. No obstante, de este contrapunto no emerge una confrontación real: en lugar de oponer historia oficial y memoria popular, el filme parece absorber esta última en la primera. Desde esta perspectiva, más que concluir que el documental falla en su intento de cuestionar el discurso hegemónico, termina adscribiéndose a una lectura más bien conformista. Los recursos formales del filme —como la edición en contrapunto que entrelaza las voces de los entrevistados con las imágenes de archivo que muestran multitudes entrando triunfalmente a la capital— parecen borrar la pluralidad de lo popular, subsumiéndola dentro del marco narrativo oficial.
Hacia el final, el documental realiza un doble movimiento. Por un lado, en el plano temporal, alinea los relatos personales con la cronología oficial de los hechos. Por otro, borra el descentramiento espacial que al inicio parecía cuestionar la historiografía dominante, al recentrar la legitimidad revolucionaria en la sede gubernamental del poder, presentando a la ciudad capital como el único lugar desde el cual puede narrarse la nación.
Si bien la propuesta de Gabriela Paz, al abrirse a voces de sectores populares, parece apuntar a una lectura más democrática de la Revolución Nacional, termina, sin embargo, adhiriéndose a una corriente más complaciente de la historiografía boliviana, que reafirma —en lugar de interrogar— las narrativas fundacionales de la identidad nacional.
Algo quema o la búsqueda esquiva de la verdad
Algo quema (2018) de Mauricio Ovando gira en torno a una de las figuras centrales de la historia boliviana de la segunda mitad del siglo pasado: el general Alfredo Ovando Candia, varias veces presidente de facto de Bolivia. El filme, a primera vista, parece centrarse exclusivamente en la tensión que se teje entre la figura pública y privada del general Ovando Candia, quien es, a la vez, general y presidente de la nación, como el abuelo y patriarca de los Ovando. Pero íntimamente relacionada hay otra dimensión del filme que se hace visible a partir de la relación de lo público y lo privado, esta otra dualidad que tiene que ver con la forma en que nos relacionamos con los eventos del pasado y con la posibilidad de conocerlos. La propuesta del filme, respecto de los encuentros y desencuentros entre la imagen pública y la privada, introduce una dualidad de otro orden que pone en diálogo y problematiza la relación con el pasado, cuestionando la relación entre memoria e historia oficial.
Tanto la nación como la familia son imágenes compartidas; ambas son fuentes imaginarias articuladoras de la identidad. Ambas formas de construcción imaginaria tienen en común un pasado compartido. En esta vena, no procuramos indagar en el contenido de estas narraciones, sino en cómo a partir del dispositivo cinematográfico la relación entre memoria e historia se problematiza. En otras palabras, nos interesan menos las alegorías que trazan correspondencias entre una y otra narración, que la forma en que el documental problematiza y pone en tensión el fundamento de toda identidad: la relación entre historia y memoria.
El filme se extiende desde el golpe de Estado que Ovando Candia llevó a cabo junto con el General Rene Barrientos para derrocar al presidente Víctor Paz Estensoro hasta su muerte. Es así como la historia familiar y la de la nación, los espacios privado y público, el pater familias y el padre de la patria, se entrelazan en una misma figura central. La particularidad de la película es que la historia familiar no es construida únicamente desde la voz o punto de vista del director, nieto de Alfredo Ovando Candia, en colaboración con su padre, Alfredo, sino que involucra a varios miembros de la familia. A través de las entrevistas a tres generaciones se va ordenando la historia familiar y tratando de descifrar los eventos controversiales en torno a la figura del general.
La pluralidad de la narrativa familiar hace visibles las tensiones y conflictos entre las memorias individuales y la historia oficial. La relación entre memoria e historia articula diferentes niveles estructurales del documental. Por ejemplo, en las tres partes en que se organiza la trama: una introducción, donde se plantea no solamente el tema, sino también las tensiones entre memoria e historia; una parte central, donde se abordan paralelamente los momentos de crisis nacional y de la familia Ovando; y un epílogo, que sirve de reconciliación de los miembros de la familia Ovando con la figura y legado del general.
En la introducción se presentan las dos historias: la película comienza con imágenes de archivo de la ceremonia oficial por la muerte del general Ovando, en la que tiene un papel central el discurso oficial a cargo de figuras militares y políticas de la época, mientras la familia Ovando permanece en un lugar central en las imágenes. De las imágenes de archivo del evento público se pasa al espacio doméstico, en donde el hijo y el nieto, quien es a la vez el director, lidian con un proyector viejo y en mal estado. Ambos revisan el archivo personal en busca de imágenes del general. En una sala pequeña y oscura padre e hijo desentierran las cintas de video súper 8 con las que buscan reconstruir la historia del abuelo, cintas que mezclan grabaciones familiares y actos oficiales. Siguiendo las indicaciones de su padre, el director trata de proyectar las películas caseras, pero el viejo proyector se traba persistentemente y ofrece imágenes borrosas, sin claridad ni definición. El resto del filme está marcado por el tono de estas primeras escenas, como una metáfora de la lucha por discernir un pasado que se muestra esquivo e inaprehensible del todo.
De esta forma lo público y lo privado se sobreponen permitiendo que las imágenes sean leídas desde ambos registros a la vez. De la misma manera, historia y memoria parecen sobreponerse sobre las imágenes oficiales y caseras, abriendo, en muchos casos, la posibilidad de una lectura dual de las mismas. El filme recorre eventos de la historia nacional como la Masacre de San Juan, la muerte del Che, la muerte del presidente General René Barrientos Ortuño, la Guerrilla de Teoponte, y un evento ligado al pasado familiar que fue la muerte de Marcelo Ovando, hijo mayor del general. En ambas líneas narrativas lo que es público y privado se llega a confundir, y de la misma forma la historia y la memoria se entretejen de manera que ninguna adquiere un estatus de autoridad sobre la otra. La forma en que el documental despliega estos eventos supone una narrativa que se alinea con la estructura temporal propia del discurso histórico: es lineal, causal y cerrada, aunque el filme decide empezar por el final con la muerte del general. Al ser desplegados de manera cronológica, el documental ajusta su narrativa a la temporalidad del discurso histórico. Sin embargo, al interior de cada uno de estos núcleos narrativos, las imágenes de los archivos familiares, públicos y las entrevistas establecen otros tipos de relación no lineal ni necesariamente causal, sino que siguen otra lógica más próxima a la memoria. Es decir, las imágenes aparecen por asociaciones episódicas, semánticas y emotivas, indudablemente afectadas o estimuladas por el proceso de rodaje, logrando a este nivel narrativo que sea la lógica de la memoria la que se resista a la lógica de la narrativa oficial.
Si contrastamos la macroestructura discursiva del documental, en donde estos grandes eventos nacionales se alinean cronológicamente con la forma en que cada uno de ellos se narra, se pueden reconocer diferencias en la forma en que se representan los hechos. En las secuencias que abordan cada uno de estos eventos históricos se puede reconocer una estructura fragmentaria más de tipo collage que sigue una lógica propia del inconsciente y de la evocación libre, cercana a la forma en que operan los recuerdos y la memoria. A este nivel, el montaje juega un rol esencial para que, a pesar de la fragmentación espacial y temporal, se establezcan vínculos entre materiales audiovisuales tan heterogéneos.
Esta lógica retórica domina en el documental hasta cerca del final, justo antes del epílogo, cuando, a través del montaje, las imágenes de archivo privado y público se sobreponen y nublan sin hacer diferencia entre un orden discursivo y otro (1:11:52–1:12:00), proponiendo, de esta manera, borrar las diferencias y jerarquías entre historia y memoria. Ni la una ni la otra son vías confiables para restituir una imagen de Ovando Candia. Así, el filme esquiva esta tarea, como si fuera una suerte de rompecabezas imposible de resolver. Si toda familia es una ficción, Marcelo Ovando reconstruye su versión a partir de los materiales que recoge y organiza en un juego de recuerdos, olvidos y silencios. Lo que sugeriría que ni la historia ni la memoria son fuentes o garantes últimos de una verdad que aguarda ser develada. A lo largo del filme, esta se muestra como vacía, como una construcción que en última instancia depende de una interpretación que se legitima por fuera del orden discursivo histórico.
Sujeto, familia y nación: El documental como forma de redimir el pasado
Desde una concepción amplia de lo que puede entenderse por documental boliviano —que incluye producciones realizadas desde la diáspora o fuera de los circuitos institucionales nacionales—, incluyo, en esta reseña, My Bolivia, Remembering What I Never Knew (2017), de Rick Tejada-Flores. En cierta continuidad con Algo quema de Mauricio Ovando, este documental en primera persona constituye una experiencia de reconstrucción de un pasado familiar negado o silenciado. La obra vincula la historia personal del director con la historia política de Bolivia a través de la figura de su abuelo, José Luis Tejada Sorzano, quien fue presidente del país entre 1934 y 1936. A partir de esta figura —y de otros miembros de su familia— el documental aborda temas como la Guerra del Chaco, las prácticas esclavistas en Bolivia, la Revolución Nacional de 1952 e incluso la presencia nazi en Bolivia.
Tanto la propuesta de Tejada-Flores como la de Ovando pueden leerse como exploraciones de un mismo conflicto: el intento del yo por confrontar un pasado íntimamente entrelazado con las violencias de la historia nacional. En ambos casos se adopta una mirada subjetiva que busca, mediante la memoria familiar, reconfigurar la propia biografía en relación con la historia del país. Sin embargo, los dos documentales difieren en el modo en que convierten ese conflicto identitario en un dispositivo cinematográfico y en la manera en que articulan las temporalidades del pasado y del presente.
La propuesta de Tejada-Flores se distingue por incorporar elementos del documental participativo y performativo, lo que le permite hacer de My Bolivia no solo una indagación autobiográfica, sino también un ejercicio de ajuste de cuentas con el legado familiar y de reconstrucción de vínculos con una nación cuya historia le fue en parte negada. Así, más que un simple testimonio personal, el filme deviene un espacio para explorar la dimensión política y afectiva de la memoria desde el exilio.
My Bolivia se estructura como una narrativa en primera persona en donde se plantea el dilema de la relación del director con su pasado familiar y con Bolivia. Tejada-Flores nace en California poco después de que sus padres deciden dejar definitivamente Bolivia en 1942. Pero más que el viaje definitivo, fue el silencio sobre Bolivia lo que marcó la infancia de Rick, al punto de que él mismo dejó de preguntar, según afirma, hasta que ya fue muy tarde para interrogar a sus padres. Una infancia marcada especialmente por algunas fotos, como la del castillo de los Tejada Zorzano, y por los relatos de su madre sobre los años vividos en Bolivia, suerte de cuentos de hadas, en el recuerdo del director. Con más de cuarenta años de experiencia como documentalista, emprende este proyecto estimulado por el enigma de un pasado que lo une a su abuelo, a su padre y a Bolivia.
La narrativa se estructura en torno a las figuras de su abuelo José Luis Tejada Sorzano, presidente de Bolivia durante la etapa final de la Guerra del Chaco, y de su padre Hernán Tejada Flores, telegrafista en la misma contienda bélica, y en torno a dos lugares cuyas fotografías y relatos marcaron la infancia del director: el castillo, una gran casa que el abuelo construyó en los años treinta como lugar de paso hacia sus haciendas, y la casa hacienda de la familia en la región de los Yungas. A lo largo del documental, los archivos familiares (fotografías, cartas, filmaciones caseras) entran en diálogo con los archivos oficiales de tal forma que memoria e historia se retroalimentan para dar coherencia y llenar los vacíos de la biografía del director, que busca situarse en el marco de la historia familiar. Hay una escena en un archivo dedicado exclusivamente a la Guerra del Chaco en la que la cámara recorre cientos y cientos de documentos, la mayoría aparentemente sin clasificar. Interesado en encontrar algo sobre la participación de su padre en la guerra, Rick recibe la aclaración desalentadora de que el archivo no tiene registrada la información de los telegrafistas, solo los mensajes. En la escena posterior, Rick aclara que, contrariamente a lo que pensaba, su padre sí guardaba documentos sobre su participación en la batalla de Villamontes, una de las últimas de la guerra. Así, cuando el documental busca en el archivo oficial información que llene los vacíos del pasado familiar, sucede lo contrario: el archivo familiar llena los vacíos de la historia. En otra escena, Rick posa junto a un mural que forma parte de un monumento recordatorio de la guerra, con los nombres de los conductores, entre ellos el de su abuelo. La imagen le sirve como un recurso metafórico para inscribir su propia figura en la historia de los Tejada Zorzano y de la nación.
En las entrevistas con los residentes del castillo y de la casa hacienda, guardianes de la memoria viva de su familia, se encuentra con una cara desconocida: una historia de explotación y esclavitud de la población afroboliviana e indígena del lugar. En este punto el filme muestra memorias contrapuestas. Por un lado, la familia ha borrado o maquillado el pasado esclavista. Por otro, los sobrevivientes lo revelan y ponen en su lugar de manera compleja y heterogénea. Los distintos relatos muestran la compleja estructura económica y étnica de los valles de la región de los Yungas. Al documental se le escapa parte de la complejidad estructural que explica las distintas formas de inserción económica y social de mestizos, indígenas y afrobolivianos y de su relación con las clases dirigentes consideradas blancas, lo que dificulta entender por qué de las historias que escuchan de la población local no es posible construir un relato homogéneo sobre su familia.
Tejada-Flores se enfoca en la relación de su familia con el otro: la comunidad afroboliviana de su lugar de origen. El pasado se presenta, en efecto, como un terreno plagado de zonas oscuras, silencios y omisiones, pero estas no se afirman simplemente; se hacen visibles en momentos concretos del documental. Uno de ellos es cuando el director entrevista a miembros de su propia familia que desconocen —o minimizan— el rol que jugaron sus antepasados en la explotación de comunidades afrodescendientes. La tensión entre el relato familiar y la evidencia histórica aparece, por ejemplo, en los fragmentos de archivo que revelan el involucramiento de su abuelo en prácticas cercanas a la servidumbre forzada, en contraste con los recuerdos familiares que lo presentan como un hombre justo y progresista.
En su esfuerzo por develar estos eventos ocultos, el director utiliza su propia biografía como una herramienta interpretativa. Así, recurre a su experiencia como pacifista durante la guerra de Vietnam para comprender la actuación de su padre en Bolivia durante la Guerra del Chaco, estableciendo un paralelismo entre las contradicciones éticas que ambos enfrentaron. Asimismo, en su intento de entender la situación de las comunidades afrobolivianas, compara el rol cultural y político de la saya con el del blues en las comunidades afroamericanas, lo que revela no solo afinidades musicales, sino también trayectorias paralelas de resistencia y afirmación identitaria.
No obstante, es recién hacia el final del documental cuando el director encuentra un punto de anclaje más directo con la historia política del país: Roberto Méndez Tejada, figura controvertida y borrada de la memoria familiar por haber apoyado la Revolución Nacional del 52, oponiéndose no solo a su clase social, sino también a su propia familia. La omisión deliberada de su figura en el relato familiar se convierte en un gesto elocuente del tipo de ocultamientos que el filme busca visibilizar. Así, la película no solo revela lo que fue olvidado, sino que expone activamente las fricciones entre memoria familiar e historia nacional.
Al llegar a la comunidad de Llojeta, donde aún persiste en la memoria colectiva el apellido Tejada Sorzano, el documental adquiere un giro significativo tanto en su estructura como en su intención. La interacción del director con los habitantes del lugar ya no se limita a un gesto simbólico de reconciliación, sino que se transforma en una acción concreta con efectos materiales: el compromiso de colaborar en el acceso al agua potable. Este momento marca una transición hacia un modo performativo en el sentido planteado por Nichols, donde la cámara deja de ser un simple dispositivo de observación o testimonio y se convierte en mediadora de un acto ético y político. Tejada-Flores asume un rol protagónico, no solo como narrador, sino como agente de cambio, y el documental se convierte en un espacio de negociación entre memoria histórica, responsabilidad personal y acción colectiva.
Este cierre no propone una resolución definitiva de los conflictos planteados a lo largo del filme, sino más bien una apertura hacia una forma distinta de relacionarse con el pasado: una que reconoce los límites del conocimiento histórico y apuesta por el vínculo con el presente como forma de reparación. Así, My Bolivia se aleja de una búsqueda nostálgica de certezas y se afirma como un gesto de restitución simbólica que articula biografía, comunidad e historia nacional en un mismo plano ético y narrativo.
Memorias espectrales más allá del Estado-nación
La conquista de las ruinas de Eduardo Gómez (2020), filmado en Bolivia y Argentina, narra cuatro historias: la de los trabajadores en Orcoma, localidad del Departamento de Cochabamba, Bolivia, que se dedican a la explotación de piedra y yeso; la de los inmigrantes bolivianos que trabajan en la construcción de edificios en Argentina; la de los paleontólogos argentinos que tratan de entender el pasado a través de la búsqueda y análisis de restos fósiles; y por último, la de los guaraníes que luchan para preservar su memoria y estilo de vida frente al avance de las construcciones de condominios de lujo en su territorio.
Lo que une a las historias es la relación entre memoria y materia, un tipo particular de materia: la piedra. En este sentido, las rocas actúan como dispositivos mnemotécnicos, conteniendo narraciones culturales que se transmiten de generación en generación. Los pedreros de Orcoma extraen el material con el que después se levantan las ciudades que, como se ve en la historia sobre los constructores inmigrantes, se convierten también en lugares de memoria, como formas de materializar una existencia invisibilizada. En este sentido, la piedra es garantía de preservación de la memoria. Por otro lado, es en los mismos cerros de la localidad de Orcoma donde los trabajadores, mestizos, desentierran restos de cerámicas de culturas precolombinas, que son huella de un pasado con el cual han perdido toda relación cultural. “Como decían nuestros abuelos: son restos de las chullpas, gente que vivían antes que nosotros”. Se trata de restos arqueológicos e inclusive huesos humanos de esta “gente antigua” aprisionados en la piedra que se liberan cada vez que los pedreros desprenden un gran pedazo del cerro. Por otro lado, en Argentina, la piedra de los edificios es garantía para los migrantes bolivianos de que su trabajo no será olvidado, de que su memoria quede inscrita en el paisaje urbano de Buenos Aires; aunque es una garantía a medias porque, como dice uno de los albañiles, “en cada edificio tiene el nombre del arquitecto, del ingeniero, pero de los trabajadores, los que ponemos la mano de obra, no y debería haber […] para tener un reconocimiento de los que trabajamos ahí”.
Se narra también otra la lucha por la memoria: la de los habitantes guaraníes, qom y kollas, entre otros, que intentan preservar su territorio comunitario de Punta Querandí, situado en el partido de Tigre en Buenos Aires. Las familias indígenas deben resistir el avance de los proyectos inmobiliarios que han ido avasallando sus tierras ancestrales. La lucha que desde el Museo Punta Querandí hacen los pobladores para rescatar y conservar los restos arqueológicos de la zona, y sobre todo su cementerio, sobre los que se han construido barrios privados. Para estos pueblos indígenas la memoria es su historia, así que la lucha por sus tierras ancestrales es la lucha por su identidad y supervivencia.Footnote 7
La última historia es la de Félix de Azara, investigador paleontólogo del CONICET, cuyo trabajo se centra en la búsqueda de otros tipos de piedras: restos paleontológicos en el sitio La Buitrera. De la misma forma que el realizador usa el dispositivo cinematográfico del documental para, a través de las memorias, comprender un poco mejor el pasado, el paleontólogo usa herramientas para tratar de desenterrar un pasado que permanece oculto e incomprensible. La secuencia de Azara sirve como metarreflexión del mismo trabajo que sobre la memoria hace el documentalista: “un paleontólogo puede encontrar hasta cinco esqueletos por día, el problema es la decisión de qué sacar y qué no sacar. No podés sacar todo porque no tiene sentido, no vamos a llegar a estudiar todo […] entonces hay que elegir los mejores ejemplares para extraerlos”.
El pasado es algo que, si lo negamos, puede venir a buscarnos, como dicen los pedreros de Orcoma sobre las apariciones que a veces se dan en la zona: “hasta calaverita he encontrado, no ve, de wawita, yo creo que los incas vivían, en esos socavones han enterrado, huesos de humanos hemos encontrado”; o los guaraníes de Punta Querandí: “en Santa Catalina donde está la construcción ahí había un cementerio indígena […] ahí seguro se le va aparecer algo en cualquier momento, varias familias ya tuvieron problemas en este barrio, los espíritus de los ancestros, veían cosas, se les aparecían cosas, se les cerraban las puertas, se les abrían las puertas solos, veían sombras, escuchaban ruidos […] varias personas vendieron sus casas, los espíritus están siempre vivos y los van a seguir molestando mientras no se los respeten porque ellos están vivos no están muertos”. El pasado es algo latente que no se puede ignorar, sino que vuelve a perturbar el presente.
En conjunto, los documentales analizados no solo presentan diversas propuestas estéticas, sino que también articulan modos contrastantes de vincularse con el pasado, revelando así el potencial del cine documental como herramienta crítica para interrogar la historia y la memoria. La bala no mata y La conquista de las ruinas parten de una concepción del pasado como un territorio aún accesible, donde es posible descubrir una verdad oculta a través de una mirada cuidadosa y comprometida. En cambio, Algo quema plantea una perspectiva más escéptica respecto a la posibilidad de alcanzar una verdad última, y se enfoca en los silencios, las fracturas y los pactos que el presente establece con su pasado. Finalmente, My Bolivia: Remembering What I Never Knew desplaza el eje de la verdad hacia el terreno de la responsabilidad: lo que está en juego no es tanto la recuperación de un relato definitivo, sino la construcción de vínculos éticos con aquellos a quienes la historia ha silenciado.
Estas cuatro propuestas fílmicas, en su conjunto, muestran que el documental boliviano contemporáneo no solo busca representar el pasado, sino intervenir en él, ya sea para develar sus capas ocultas, para cuestionar sus versiones oficiales, o para imaginar nuevas formas de relación con la memoria. En última instancia, cada uno de estos filmes nos recuerda que el pasado no es un depósito cerrado de hechos, sino un campo de disputa, interpretación y reapropiación en el que el cine puede desempeñar un papel fundamental.